Han debido patearla o quizás la golpeó
un carro sin darme cuenta. Muy joven
para saberlo todo, había comenzado a aprender
el uso de los periódicos regados en el piso de la cocina,
ganándose, con su orine, el elogio “perra inteligente, inteligente”.
Pensamos que su cautelosa enfermedad era una reacción
a la vacuna. La autopsia reveló un hígado destrozado.
Mientras intentábamos hacerla jugar, su piel se llenaba
de sangre y el corazón aprendía a yacer para siempre.
El lunes por la mañana, cuando los niños ruidosamente
desayunaban y eran enviados al colegio, se deslizó debajo
de la cama del más pequeño. La encontramos fláccida
y retorcida, pero viva. En el carro, camino del veterinario,
tendida en mi regazo, trató de mordisquear mi mano
y murió. Acaricié su cálida pelambre y mi esposa
en lágrimas la llamaba con voz imperiosa.
Aun rodeada del amor que hubiera podido nutrirla.
Sin embargo se hundió y al crisparse desapareció.
De vuelta a casa nos dimos cuenta que en la noche su cuerpo,
cercano a la consunción, había soportado la pena de una diarrea
arrastrándose por el piso hasta llegar a un periódico
dejado allí por azar. Perra inteligente.
Trad.: Douglas Palma
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