jueves, 3 de septiembre de 2009

John Updike. Muerte de una perra.



Han debido patearla o quizás la golpeó

un carro sin darme cuenta. Muy joven

para saberlo todo, había comenzado a aprender

el uso de los periódicos regados en el piso de la cocina,

ganándose, con su orine, el elogio “perra inteligente, inteligente”.

Pensamos que su cautelosa enfermedad era una reacción

a la vacuna. La autopsia reveló un hígado destrozado.

Mientras intentábamos hacerla jugar, su piel se llenaba

de sangre y el corazón aprendía a yacer para siempre.

El lunes por la mañana, cuando los niños ruidosamente

desayunaban y eran enviados al colegio, se deslizó debajo

de la cama del más pequeño. La encontramos fláccida

y retorcida, pero viva. En el carro, camino del veterinario,

tendida en mi regazo, trató de mordisquear mi mano

y murió. Acaricié su cálida pelambre y mi esposa

en lágrimas la llamaba con voz imperiosa.

Aun rodeada del amor que hubiera podido nutrirla.

Sin embargo se hundió y al crisparse desapareció.

De vuelta a casa nos dimos cuenta que en la noche su cuerpo,

cercano a la consunción, había soportado la pena de una diarrea

arrastrándose por el piso hasta llegar a un periódico

dejado allí por azar. Perra inteligente.

Trad.: Douglas Palma

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