Su nombre era Dino Rossi, y era peluquero en el norte de Denver, en el barrio italiano donde vivíamos cuando éramos niños. En un principio había cortejado a mi madre. Eso fue por 1909, antes de que mi padre apareciera en escena. Dino Rossi seguramente no era tan ardiente en cuestiones de seducción; era demasiado gentil para eso; era tan delgado, de voz tan suave, sus manos y pies tan pequeños. No había sido rival para mi padre, quien era albañil, no representaba competencia alguna. Mi padre y mi madre se habían casado frente a sus ojos. Dino Rossi era uno de mis recuerdos más antiguos. Puedo acordarme jugando al caballito sobre sus rodillas, rebotando de arriba a abajo sobre sus huesudas rodillas. Seis o siete veces al año Dino iba a nuestra casa a cenar. Papá solía insistir en que viniera. Papá solía desviarse de su camino para ir a la peluquería de Dino e invitarlo a cenar. Para nosotros, niños, Mike y Tony y Clara y yo, la razón era obvia: a Papá le gustaba que Dino se sentara en nuestra mesa porque Dino no había conseguido casarse con Mamá, en tanto Papá lo había logrado. Mamá estaba todo el tiempo entrando y saliendo de la pieza, el trofeo de un hombre y la derrota del otro. Siempre que Dino estaba aquí, Papá mostraba un notable afecto por Mamá. Desde donde se sentaba, entre Tony y yo, los dulces ojos de Dino veían a Papá abrazar a Mamá cada vez que venía de la cocina con el asado, o los macarrones, o lo que fuera. Otras veces Papá apresaba a Mamá y la besaba violentamente. Esto era extraordinario, así como molesto, porque Papá nunca hacía tales cosas cuando no estaba Dino. Papá era proclive a ataques de mal humor: se disgustaba por días y hacía escenas por cualquier fruslería: si sus huevos estaban demasiado blandos, o sus pañuelos sin planchar, o había un botón de su camisa descosido, levantaba ambos puños al cielo, se arrancaba mechones de cabello, y gritaba amenazas. Si el pan o la sal y pimienta no estaban en la mesa, por lo general nos advertía, a Mamá en particular, que estaba ya cansado de todo esto, y que quería seguir solo su camino. Estábamos acostumbrados a estos arrebatos, y nadie les ponía atención, ni siquiera Papá mismo. Pero si Dino estaba ahí, ¡mamma mia, qué diferente era Papá! En ese entonces yo tenía catorce años, pero aún mi hermano Tony, de apenas seis, percibía el estilete tras la conducta peculiar de Papá. Papá estaba simplemente molestando, torturando a Dino, quien vivía en dos cuartos atrás de la peluquería, en Osage Street, y probablemente nunca se casaría ni tendría una esposa para que lo cuidara. Papá siempre sacaba el tema del matrimonio –el de Dino– en presencia de todos nosotros, ahí en la mesa. “¿Qué diablos pasa contigo, Dino? ¿Eres hombre, o qué? Con cuarenta años, tu cabello que se cae, y aún vives en ese agujero atrás de la peluquería. ¡Consíguete una esposa, Dino! Madonna, ¿cómo puedes aguantar? ¿Cómo puedes vivir sin mujer?” Entonces se volvía y tomaba a Mamá por la cintura, apretándola con sus fuertes brazos en tanto Mamá sonreía pacientemente, su gentil cara rogando a Dino que comprendiera, que perdonara a Papá. “¡Mírame ahora!”, continuaba Papá. “Mira lo que tengo. Y mira la comida en esta mesa. ¡Qué cocina tan buena para el estómago de un hombre! ¿Alguna vez probaste ravioles como estos, Dino? Dino sólo sonreía ante estos elogios. “Los ravioles están deliciosos, Guido”, contestaba. “¡Ambrosía!” Y lanzaba con las manos un beso de sus labios en dirección de la fuente. “Por supuesto que lo es. Todo es como ambrosía cuando lo prepara tu propia esposa. Ah, Dino, qué tonto eres, viviendo en esa barraca. Tú, con todo tu dinero ahorrado, ¿y qué te ha traído? ¡Nada! Soledad, aislamiento, canas, vejez.” Luego su voz cambiaba a un tono confidencial. “Dino, ¿debes de tener como veinticinco, treinta mil dólares en el banco, eh, Dino?” Dino bajaba la mirada, y todos sufríamos con él, pues Dino no era un hombre que presumiera sus posesiones; por el contrario era generoso. Dino Rossi nos cortaba el cabello gratis, y nos daba a cada uno un cuarto de dólar cada vez que venía a la casa, y magníficos regalos en época de Navidad. Después de la cena era peor. Dino le ayudaba a Mamá y a Clara con los trastes, y luego iba a la sala, donde Papá estaba sentado, esperándolo impacientemente, desdeñoso en cuanto a que un hombre adulto ayudara en tareas femeninas. Bebían anisete y fumaban cigarros. Era nuestro turno después de la cena; nuestro turno para convertirnos en la herramienta del engreimiento de Papá. Siempre nos escabullíamos en silencio hacia la parte trasera de la casa, fuera de su vista y de su alcance, pero inevitablemente nos llamaba, su voz asquerosamente afectuosa, aunque con un tono de orden que temíamos. Dejábamos los juguetes y acudíamos, hoscamente, haciendo muecas, infelices por Dino, y aún más infelices por lo que estaba ante nosotros. Papá estaba sentado en la gran mecedora cerca de la ventana, y Dino estaba en el davenport cerca del librero. Como soldados de madera marchábamos hasta quedar en medio de la alfombra gris, ahí permanecíamos con nuestras manos que colgaban tontamente, cada uno consciente de que el fuerte borgoña de Papá había surtido efecto en él. Y ahí estaba Papá sentado, un Nerón en su trono, su cuerpo hundido en la mecedora, sus brazos inertes sobre las laterales, sus piernas bosquejadas ante él. Mike y Tony, y yo mismo, siempre teníamos ganas de salir corriendo para perdernos en la noche, esconder nuestras caras de vergüenza. Con Clara era diferente; a Papá no le importaba mucho porque era una chica. “Helos aquí, Dino,” empezaba Papá. “Mis hijos, carne de mi carne, sangre de mi sangre. Mi obra, Dino. Yo creé estos niños, yo, yo solo. ¡Ah, Dino! ¡La gloria de engendrar hijos! Obsérvalos; ojos claros, cabello grueso, huesos fuertes, piel saludable. Llevan mi nombre, me inmortalizan, me salvan de la tumba. Cuando me haya ido de este mundo, mi espíritu pervivirá en la carne de estos niños, y de sus hijos, y de los hijos de sus hijos.” Los tres nos veíamos el uno al otro, perplejos, y sintiéndonos terriblemente desnudos, nuestros ojos haciéndonos la misma pregunta: ¿por qué demonios hace esto? Pero al final el pequeño Tony era quien sacaba la peor parte, porque era el más chico y apuesto, y era él a quien Papá llamaba. Tony hacía gestos mientras caminaba a regañadientes hacia Papá, y Papá lo levantaba y lo ponía en su regazo, deteniéndolo y apretándolo con sus grandes brazos cada vez que Tony trataba de librarse. ¡Era demasiado para Tony! Mike y yo corríamos a la parte trasera de la casa, exhalando con alivio, maldiciendo: “Maldito sea, maldito sea.” Pero Tony tenía que sentarse ahí y tolerar los reparos sobre las rodillas de Papá; e incluso dejarse besar, lo que era espantoso porque Papá fumaba esos fuertes cigarros negros, los Toscanelli, y cuando finalmente Tony se escapaba su boca se endurecía, como si quisiera arrancársela de la cara. “He encontrado una esposa para Dino Rossi.” Era Papá el que hablaba. Nosotros estábamos en la cama, cuatro en el mismo lecho, Tony y Hugo, nuestro Airedale, en medio; Mike y yo en las orillas. Clara dormía en el davenport del cuarto de la entrada. Papá acababa de llegar a casa proveniente del Club Little Italy, y podíamos escucharlo en la habitación contigua, hablando con Mamá. mientras se desvestía. Monedas y clavos tintineaban en sus bolsillos cuando se quitaba sus pantalones. “¿Encontraste una esposa?” Era la voz de Mamá, y los resortes de la cama chirriaron, y supimos entonces que se había levantado tras oír a Papá. “Una esposa. Dino Rossi se va a casar, ¡por Dios!” “¿Pero cuándo? ¿Con quién?” “Coletta Drigo”, dijo Papá. “¿Y quién es Coletta Drigo” “Una mujer”, dijo Papá “¿Pero quién? ¿Qué tipo de mujer?” “Una mujer hermosa. De Chicago.” “¿Dino la ama?” “Ni siquiera la conoce.” Mamá exhaló angustiada. Mike y yo nos sentamos, esperando oír más. Las orejas de Hugo parecían fuelles, y empezó a gruñir. Por el silencio que se hizo sabíamos que Mamá se había quedado sin palabras. Por un buen rato no se escuchó nada. Uno de los zapatos de Papá golpeó el piso, luego el otro. Hugo empezó a lamer la cara de Tony, y Tony se sentó también. Oímos a Papá andar descalzo sobre el suelo, luego el interruptor que se apagó, y de nuevo el sonido amortiguado de sus pies cuando volvió a la cama. “Debes estar mal de la cabeza” dijo Mamá. “Dino no quiere casarse. Es feliz así.” “Oh,” exclamó Papá “ella no está tan mal.” Por la forma en la que lo dijo adivinamos que Coletta Drigo, quienquiera que fuera, debía de ser en verdad una mala mujer. Papá bostezó. “La conocí esta noche” dijo. “Es nueva por aquí. Vendrá mañana a cenar. También Dino.” “¿Quieres decir... viene aquí, a esta casa?” “Claro”, dijo Papá. “¿Adónde pensabas?” Mamá salió de la cama, cruzó rápido la habitación, y encendió la luz. También nuestra habitación se iluminó porque la puerta no estaba bien cerrada. “No recibiré a esa mujer en mi casa” dijo Mamá. “¿Me oyes? No la recibiré bajo mi techo, ni comerá en mi mesa. No quiero tener nada que ver con esto.” “¿Qué quieres decir con tu casa?” dijo Papá. “¿Qué quieres decir con tu techo? ¿Tu mesa? Yo soy el que trae el dinero a la familia, y se hace lo que yo digo.” “Ya me oíste” dijo Mamá. “Pobre Dino, pobre, inocente Dino. Bueno, ¡pues no la recibiré!” Escuchamos la puerta del closet resonar, el ruido que hacía Mamá al ponerse la bata, luego el suave sonido de los pies de Mamá acomodándose las pantunflas. La luz en el cuarto de la entrada inundaba el resto de la casa cuando mamá abandonó el cuarto. La podíamos oír, como si caminara furiosamente en círculos. “¡Una esposa para Dino!” resopló. “¡Pero… la mera idea!” “¡Ven a la cama!” gritó Papá. “Soy un albañil, en caso de que no recuerdes. Tengo que estar en el trabajo a las siete de la mañana.” Mamá apagó las luces y regresó a la cama. La escuchamos hablar infelizmente consigo misma. Mike y yo yacíamos en la oscuridad, nuestros oídos alerta. Tony ya se había dormido, la quijada de Hugo sobre su cuello, los gruesos labios de Hugo resoplando. Luego de un rato Mamá se quejó y tosió. De nuevo estaba sentada. Papá jadeó. “¿Ahora qué?” “No va a venir. ¡No la recibiré!” “Ya me oíste la primera vez. Va a venir a casa y también Dino. Ya es tiempo de que se case, y ¡por Dios! yo veré que así se haga.” “No cocinaré. No lo haré.” “Sí, sí lo harás.” Una y otra vez retomaron la discusión., hasta que Mike se durmió y Hugo se puso tan molesto con el ruido que saltó de la cama y fue a su lugar atrás de la estufa de la cocina. Escuché sus voces en la oscuridad, pero nada se dijo para aclarar el misterio de Coletta Drigo. La voz de Mamá marcada por la amargura. Siempre era “esa mujer”, nunca su nombre. Aún cuando me dormí la discusión prosiguió, Mamá insistiendo en que no cocinaría para esa mujer, y Papá diciéndole que más le valía hacerlo. Papá ganó la disputa. Para el caso, Papá nunca perdía una discusión con Mamá pero yo supe que había ganado de nuevo cuando llegué de la escuela la tarde siguiente y olí el rico aroma de la salsa de ravioles por toda la casa. Ravioles significaba una o dos cosas en nuestra casa: ya sea que fuera Domingo de Pascua o Navidad, o bien había visitas. No era Navidad, y tampoco era Pascua. Una mirada a los ojos tristes y las orejas caídas de Hugo, y supe que Mamá no estaba de humor. Hugo ni siquiera se atrevía a entrar a la casa. Entré a la cocina y Mamá se volvió, su cara ardiente y sudorosa, y me ordenó que saliera. Costras de harina manchaban su delantal y ella trataba de soplarse de los ojos un mechón de cabellos. “Sólo quiero pan y mantequilla de cacahuate.” dije. Alzó su mano y señaló la puerta. No me moví. Ella siguió señalando la puerta y soplando el mechón suelto. Me encogí de hombros y me alejé. Tony recibió el mismo trato. Pataleó y chilló por su habitual pan con mantequilla de cacahuate luego de la escuela, pero de nada le sirvió. Cuando Mike volvió a casa, también él corrió con las manos vacías hacía el traspatio. Clara fue la única que recibió algo. Permaneció con Mamá en la cocina. Nosotros nos sentamos con un silencioso desánimo bajo el manzano. Todo era por esa mujer, esa Coletta Drigo, ella era la causa de todo…
Traducción de José Abdón Flores |
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