por L. Maffery y S. Gregory
Zona Erógena. Nº 17. 1994
S.G. – Muchos relatos suyos o bien empiezan con una leve perturbación de lo cotidiano por una sensación de amenaza o se desenvuelven en ese sentido. ¿Esta tendencia es el resultado de una convicción suya de que la mayor parte de la gente siente que el mundo le amenaza? ¿O tiene más que ver con una decisión estética, el hecho de que la amenaza contiene más posibilidades interesantes para la narración?
R.C. – Sí, es verdad que muchos personajes en mis relatos encuentran que el mundo les amenaza. La gente sobre la que he elegido escribir sí se siente amenazada, y creo que mucha gente, si no la mayoría, siente que el mundo les amenaza. De las personas que lean esta entrevista, no habrá tantas que se sientan amenazadas en el sentido que digo. La mayoría de nuestros amigos y conocidos, los suyos y los míos, no tienen esta sensación, pero hay gente que vive al otro lado. La amenaza está ahí, se puede palpar. En cuanto a la segunda parte de su pregunta, eso también es verdad. La amenaza contiene, por lo menos para mí, más posibilidades interesantes que se pueden explorar.
S.G. – En el artículo que escribió sobre su padre para Esquire, menciona un poema que escribió. “Photograph of My Father in His 22nd Year”; y dice que “el poema era una manera de intentar contactar con él': ¿Le ofrece la poesía un medio más directo de conectar con su pasado?
R.C. – Desde luego que sí. Es un medio más inmediato, más rápido de conectar. Componer estos poemas satisface mi deseo de escribir algo, y contar una historia, todos los días, en algunos casos dos o tres veces, incluso cuatro o cinco veces, al día. Pero en lo que se refiere a conectar con mi pasado, hay que decir que mis poemas (y mis relatos también), aunque todos pueden tener algún fundamento dentro de mi experiencia, también son imaginativos. La mayoría son totalmente inventados.
L.M. – Así que incluso en su poesía, ¿la persona que habla nunca es “usted” precisamente?
R.C. – No. Lo mismo que en mis relatos, aquellos relatos contados en primera persona, por ejemplo. Yo no soy esos narradores.
S.G. – En su poema “For Semra, with Martial Vigor”; su narrador le dice a una mujer, “Todos los poemas son poemas de amor” esto se podría aplicar en algún sentido a su propia poesía?
R.C. – Todos los poemas son actos de amor, y de fe. Las recompensas por escribir poesía son tan pocas, ya sean monetarias o en términos de, ya sabe, la fama y la gloria, que el acto de escribir un poema tiene que ser un acto que se justifique por sí solo, y en realidad que no tenga otro objetivo. Para querer escribir poesía, realmente hay que amarla. En ese sentido, pues, todos los poemas son poemas de amor.
L.M. – ¿Encuentra Ud. algún problema en cambiar de género? ¿Supone un proceso de composición distinto?
R.C. – Hacer ese tipo de juegos malabares nunca me ha supuesto ningún problema. Supongo que habría sido más sorprendente en el caso de un escritor que no hubiera trabajado en las dos áreas lento como yo. En realidad, siempre me ha parecido, y lo sigo afirmando, que la poesía en su efecto y en la manera en que se compone, se encuentra más cerca de un relato que el relato de una novela. Los relatos y la poesía tienen más en común en lo referente a lo que se propone el escritor, en la comprensión del lenguaje y las emociones, en el cuidado y el control necesario pare conseguir sus efectos. A mí, el proceso de escribir un relato o un poema nunca me ha parecido muy diferente. Todo lo que escribo tiene un mismo origen, surge de la misma fuente, sea un relato, un ensayo, un poema o un guión. Cuando me pongo a escribir, empiezo literalmente con una frase o con una línea. Siempre necesito tener esa primera línea metida en la cabeza, se trate de un poema o de un relato. Más tarde, todo lo demás puede cambiarse, pero esa primera línea se cambia muy pocas veces. De alguna forma me empuja hacia la segunda línea, y después el proceso empieza a cobrar ímpetu y adquirir una dirección. Repaso y modifico muchas veces casi todo lo que escribo; vuelvo atrás y otra vez adelante. No me importa repasar; en realidad disfruto haciéndolo.
L.M. – Una relación que puede existir entre su poesía y su narrativa tiene que ver con la manera en que el impacto de sus relatos parece centrarse muchas veces en una sola imagen: un pavo real, un cigarro, un coche. Estas imágenes parecen funcionar como imágenes poéticas, es decir, organizan la historia, y conducen nuestras reacciones hacia una compleja serie de asociaciones. ¿Hasta qué punto es Ud. consciente de desarrollar este tipo de imagen dominante?
R.C. – No soy consciente de crear una imagen central en mi obra narrativa que controle la historia de la misma manera en que las imágenes, o una cola imagen, controla muchas veces una obra poética. Tengo una imagen en la cabeza, pero parecen nacer de la historia de un modo orgánico y natural. Por ejemplo, no me había dado cuenta con anterioridad de que la imagen del pavo real dominaría tanto “Feathers”. Me parecía simplemente que el pavo real era algo que una familia que vivía en una pequeña granja podría tener corriendo por ahí. Y no lo metí con la intención de que funcionase como un símbolo. Cuando estoy escribiendo, no pienso en términos del desarrollo de símbolos, o de qué servirá una imagen. Cuando doy con una imagen que parezca funcionar y que represente lo que debe representar (puede representar muchas más cosas también), pues estupendo. Pero no soy consciente de haberlo ponderado. Parecen ocurrir y evolucionar ellas mismas. Yo verdaderamente las invento, y posteriormente parecen formarse cosas alrededor de ellas a medida que van ocurriendo acontecimientos, el recuerdo y la imaginación empiezan a darles color, etc.
S.G. – En un ensayo contenido en "Fires", Ud hace un comentario que para mí describe perfectamente uno de los aspectos más distintivos de su obra narrativa: “Es posible, en un poema o un relato, escribir sobre cosas y objetos corrientes empleando un lenguaje corriente, y dotar estas cosas -una ventana, unas coronas, un tenedor, una piedra, un pendiente de mujer – de una fuerza inmensa, incluso desconcertante”: Me doy cuenta de que cada relato es diferente en este aspecto, ¿pero cómo se arregla uno para dotar a estos objetos corrientes de tal fuerza y tal énfasis?
R.C. – No soy muy dado a la retórica o la abstracción en la vida, en el pensamiento o en mi obra, y por lo tanto quiero que la gente sobre la que escribo esté situada en un fondo lo más palpable posible.
Esto puede requerir la inclusión de un televisor o una mesa o un rotulador encima de un escritorio, pero si se van a incluir estas cosas en la escena, no pueden permanecer inertes. No quiero decir que adquieran vida propia, exactamente, sino que deben hacer sentir su presencia de una forma u otra. Si vas a describir una cuchara o una silla o un televisor, no quieres limitarme a colocar estas cosas en la escena y luego abandonarlas. Quieres darles cierto peso, conectarlas con las vidas que las rodean. Estos objetos, para mí, tienen un papel en los relatos; no son “personajes” en el sentido en que lo son las personas, pero están ahí, y quiero que mis lectores se den cuenta de que están ahí, que sepan que este cenicero está aquí, que la televisión está allí (y encendida o apagada), que en la chimenea hay latas de refrescos tiradas.
S.G. – ¿Que le hace escribir relatos y poemas en lugar de géneros más extensos?
R.G. – Para empezar, cuando cojo una revista literaria, lo primero que miro es la poesía, y luego leo los relatos. Casi nunca leo otra cosa, ensayos, crítica o lo que sea. Así que supongo que me atrajo la forma, y con esto quiero decir la brevedad, de la poesía y la narrativa corta desde el principio. Y también, la poesía y la narración eran cosas que se podían hacer en un período razonable de tiempo. Cuando empecé a escribir viajaba mucho, y había muchas distracciones cotidianas, ocupaciones extrañas, responsabilidades familiares. Mi vida parecía muy frágil, y quería empezar algo en que sintiera que tenía alguna probabilidad de terminar la obra, lo cual quería decir que necesitaba acabar las cosas de prisa, en un período breve de tiempo. Como acabo de decir, la poesía y la narrativa parecían tan próximas en forma y fines, tan cercanas a lo que me interesaba hacer, que al principio no me costaba ningún trabajo cambiar de una a otra.
L.M. – ¿Qué poetas leía y admiraba, y quizás influían en Ud. cuando estaba desarrollando sus nociones del ante de la poesía? Sus ambientes exteriores podrían sugerir a James Dickey, pero yo encuentro una influencia más probable de William Carlos Williams.
R.C. – Williams desde luego tuvo una influencia clara; era mi héroe. Cuando empecé a escribir poesía estaba leyendo sus poemas. Una vez hasta tuve la temeridad de escribirle y pedirle un poema para una revista que estaba montando en la Universidad de Chico State, titulada Selection. Creo que llegamos a sacar tres números: yo fui editor del primero. Pero Carlos Williams de hecho me mandó un poema. Ver su firma al final del poema me llenó de sorpresa y regocijo. Por decir poco. La poesía de Dickey no significa tanto, aunque estaba llegando a su plenitud cuando yo empezaba, a principios de los años sesenta. Me gustaba la poesía de Creeley, y más tarde Robert Bly, Don Halla, Galway Kinneil, James Wright, Dick Hugo, Gary Snyder, Archie Ammons, Merwin, Ted Hughes. En realidad no sabía nada cuando empecé, sólo leía lo que la gente me daba, pero nunca me atrajo la poesía muy intelectualizada, los poetas metafísicos y eso.
S.G. Al lector enseguida le llama la atención el aspecto lacónico, “limado”; de su obra, sobre todo la obra anterior a Catedral ¿Este estilo fue algo que se fue desarrollando, o fue suyo desde el principio?
R.C. -Siempre, desde el principio, me fascinó el proceso de corregir tanto como el de la primera factura. Siempre me ha encantado coger frases y jugar con ellas, reducirlas, “limarlas” hasta el punto en que las encuentro sólidas. Esto puede deberse a que fui alumno de John Gardner, porque me dijo algo que encontró respuesta inmediata en mí: Si puedes decirlo en quince palabras en vez de veinte o treinta, dilo en quince. Esto me afectó con la fuerza de una revelación. Y es que yo andaba buscando mi propia vía, a tientas, y me encontré con alguien que me decía algo que estaba en consonancia con lo que yo quería hacer de antemano. Era lo más natural del mundo para mí, el volver a las páginas que escribía y refinarlas y eliminar la “paja”. Estos últimos días he estado leyendo las cartas de Flaubert y dice cosas que me parecen relevantes a mi propia estética. En cierto momento, mientras Flaubert escribía Madame Bovary, dejaba de trabajar a medianoche o a la una, y le escribía cartas a su amante, Louise Colet, sobre la construcción del libro y su concepción general de la estética. Un extracto de lo que le escribió y que me llamó la atención poderosamente es el que dice: “El artista en su trabajo debe ser como Dios en su creación -invisible y todopoderoso -; debe sentírsele en todos los sitios, pero no debe ser visto”. Me gustó sobre todo la última parte de esto. Hay otro comentario interesante que Flaubert escribe a los editores de la revista que publicó su libro por entregas. Estaban preparándose para sacar Madame Bovary e iban a suprimir muchas secciones del texto porque tenían miedo de que el gobierno les cerrase si lo publicaban tal como lo había escrito Flaubert; y Flaubert les dice que si suprimen algo no les da permiso para publicarlo, pero que seguirán siendo amigos. La última frase de la carta dice: “Sé distinguir entre literatura y negocio literario”; otra percepción que encuentra respuesta en mí. Incluso en estas cartas, su prosa es asombrosa: “La prosa debe mantenerse en pie de un extremo a otro, como una pared cuya ornamentación continúa hasta la misma base.” “La semana pasada me pasé cinco días escribiendo una página.” Una de las cosas interesantes del libro de Flaubert es la forma en que muestra hasta qué punto intentaba conscientemente hacer algo muy especial y diferente con la prosa. Intentaba conscientemente hacer de la prosa un arte. Si miras lo que se publicaba en Europa en 1855, cuando apareció Madame Bovary, te das cuenta del avance que el libro representa.
L.M. – Además de John Gardner, ¿hubo otros autores que afectaran su sensibilidad narrativa en la primera parte de su carrera? Hemingway se le ocurre a uno inmediatamente.
R.C. – Desde luego Hemingway influyó en mí. No le leí hasta que fui a la universidad, y además no acerté con el libro (leí Al otro lado del río y entre los árboles) y no me gustó mucho. Pero poco después leí In our Time en clase y me pareció maravilloso. Recuerdo que pensé: “Aquí está. Esto es; si sabes escribir prosa así, has hecho algo.”
L.M. – En sus ensayos ha escrito en contra de los trucos o artilugios literarios, y sin embargo yo diría que sus propias obras son realmente experimentales como lo era la narrativa de Hemingway. ¿Qué diferencia hay entre el experimentalismo literario que a Ud. le parece legítimo y el que no lo es?
R.C.- Estoy en contra de los trucos que atraen la atención hacia sí mismos, que intentan ser ingeniosos o simplemente abstrusos. El escritor no debe perder de vista el argumento. No me interesan las obras que son todas textura y nada de carne y hueso. Supongo que soy lo suficientemente anticuado para sentir que el lector debe sentirse afectado al nivel humano. Y que todavía hay, o debe hacer, una unión entre escritor y lector. La literatura, o cualquier forma de labor artística, no es sólo expresión, es comunicación. Cuando a un escritor deja de interesarle realmente comunicar algo y sólo tiene como objetivo expresar algo, y ni siquiera muy bien, pues puede expresarse saliendo a la esquina y dando voces. Un relato o un poema o una novela tiene que dar unas cuantas bofetadas emocionales. Se puede juzgar la obra por la fuerza que tengan estas bofetadas y cuántas dé. Si se trata sólo de un montón de viajes mentales o juegos, no me interesa. Las obras así son pura paja: se las llevará el viento a la primera ocasión.
S.G. – Uno de los aspectos no tradicionales de su propia ficción es que sus relatos no suelen tener la forma del relato contado a la manera clásica: la estructura de presentación nudo/ desarrollo/ desenlace/ de tanta narrativa. En su lugar encontramos frecuentemente una cualidad estática o ambigua, abierta, en sus relatos. Deduzco que le parece que las experiencias que Ud. describe no encajan en una narración según el esquema corriente.
R.C. – Sería poco apropiado, y hasta cierto punto imposible, resolver las cosas bien para las personas y las situaciones sobre las que escribo. Probablemente es típico de los escritores admirar a otros escritores que son opuestos a ellos en intenciones y efecto, y admito que admiro mucho los relatos que se desarrollan en la forma clásica, con nudo, solución y desenlace. Pero aunque respeto estos relatos, a incluso me dan un poco de envidia a veces, no puedo escribirlos. La tarea del escritor o de la escritora, si es que la tienen, no es la de ofrecer conclusiones ni respuestas. Si el relato se contesta a sí mismo, a sus problemas y conflictos, y satisface sus propias necesidades, entonces basta. Por otro lado, yo quiero asegurarme de que mis lectores no se sienten engañados, de cualquier forma que sea, cuando terminan mis relatos. Es importante que los escritores ofrezcan lo suficiente para satisfacer al lector, aunque no ofrezcan respuestas únicas o soluciones claras.
L.M. – Otra característica distintiva de su trabajo es que suele presentar personajes que la mayor parte de los escritores no tratan; es decir, gente que no tiene capacidad de expresión, que no pueden exponer su caso, que con frecuencia no parecen captar lo que les está pasando.
R.C. – No creo que esto sea especialmente “distintivo” o no-tradicional, porque me encuentro muy a gusto con estas personas mientras trabajo. He conocido a gente así toda mi vida. Esencialmente, yo soy una de esas personas confusas, perplejas, provengo de personas así, y con esa gente he trabajado y me he ganado el pan muchos años. Por eso nunca he tenido el menor interés en escribir un relato o un poema que trate de la vida académica, que hable de profesores, alumnos, etcétera. No me interesa lo suficiente. Las cosas que han dejado una huella indeleble en mí son cosas que vi en las vidas de los que me rodeaban y de las que fui testigo, y en la vida que yo mismo viví. Estas eran vidas en que la gente tenía realmente miedo cuando alguien llamaba a la puerta, de día o de noche, o cuando sonaba el teléfono; no sabían cómo iban a pagar la renta o qué harían si se les estropeaba el frigorífico. Anatoley Broyard trata de criticar mi relato “Preservation” diciendo: “Y si se les estropea el frigorífico -¿por qué no llaman para que se lo arreglen?”. Esa clase de comentario es una tontería. Llamas al técnico para que arregle el frigorífico y cuesta sesenta pavos arreglarlo; y sabe Dios cuánto si el aparato está totalmente estropeado. Puede que Broyard no se dé cuenta, pero alguna gente no puede permitirse llamar al técnico si les va a costar sesenta pavos, igual que no van al médico si no tienen seguro, y los dientes se les pudren porque no tienen dinero para ir al dentista cuando debieran. Esa situación a mí no me parece poco real ni rebuscada. Tampoco parece que, al centrarme en este tipo de gente, haya estado haciendo nada muy distinto de lo que han hecho otros escritores. Chéjov les escribía sobre una “población sumergida” hace cien años. Los escritores de relatos siempre han hecho esto. No todos los relatos de Chéjov tratan de personas que viven en la miseria, pero un número bastante significativo se centra en esa población sumergida de la que hablo. Escribió sobre médicos y hombres de negocios y profesores a veces, pero también le dio voz a gente que no tiene esa capacidad de expresión. Encontró formas de que esa gente expusiera su punto de vista también. Así que cuando yo hablo de personas que no tienen facilidad de palabra, y que están desconcertadas y asustadas, no hago nada radicalmente distinto.
S.G. – La gente suele destacar los aspectos realistas de su obra, pero yo encuentro que su ficción tiene un aire que no es básicamente realista. Es como si algo estuviera ocurriendo fuera de las páginas, una sensación vaga de irracionalidad, casi como la ficción de Kafka.
R.C. – Seguramente mi narrativa está en la tradición realista (comparada con otros extremos), pero contar las cosas sólo como son me aburre. Me aburre muchísimo. Nadie podría leer páginas y páginas de descripción de cómo habla la gente realmente, de lo que realmente pasa en sus vidas. Se dormirían. Si examinas mis relatos con cuidado, no creo que encuentres gente que hable como lo hacen en la vida normal. Siempre se ha dicho que Hemingway tenía muy buen oído para el diálogo, y lo tenía. Pero nadie habla en la vida como lo hacen en la ficción de Hemingway. A no ser después de leer a Hemingway.
L.M. – En “Fires”; dice que en su caso no es verdad, como lo es en Flannery O' Connor o en Gabriel García Márquez, que la mayor parte de lo que entra en su narrativa ya le había sucedido a Ud. antes a llegar a los veinte años. Y luego continúa diciendo: “La mayor parte de lo que ahora me parece “materia” de relato se me presentó después de tener veinte años. No recuerdo mucho de mi vida antes de ser padre. Siento que no sucedió nada en mi vida hasta que tenía veinte años y me casé y tuve niños.” ¿Mantendría hoy esta afirmación? Lo digo porque a los dos nos sorprendió, después de leer el texto sobre su padre en Esquire, hasta qué punto su descripción de su infancia y su relación con su padre parecían relevantes con respecto al mundo de su ficción en más de un aspecto.
R.C. – Esa afirmación desde luego me parecía cierta cuando la escribí. Sencillamente no me daba la impresión de que me hubiese sucedido hasta que me convertí en padre, al menos cosas que pudiera (o quisiera) transformar en mis cuentos. Pero también me estaba formando una perspectiva sobre varios aspectos de mi vida cuando escribí “Fires”, y cuando escribí el texto sobre mi padre en Esquire tenía una perspectiva aún mayor de las cosas. Pero entiendo lo que Ud. me dice. Había tocado algo muy cercano en relación con mi padre cuando escribí ese ensayo, que escribí muy rápidamente y que parecía salirme sin esfuerzo, muy directamente. Aún así me parece que ese texto sobre mi padre es una excepción. En ese caso pude volver y tocar una “fuente” de los primeros años de mi vida, pero esa vida existe para mí como vista a través de una cortina de lluvia.
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