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Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas. Tal vez porque la sensualidad real no tiene para mí interés de ninguna especie —ni siquiera material o de ensueño—, se me ha transmutado el deseo hacia aquello que crea en mí ritmos verbales, o los escucha de otros. Me estremezco si dicen bien. Tal página de Fialho12, tal página de Chateaubriand, hacen hormiguear a mi vida en mis venas, me hacen rabiar trémulamente quieto de un placer inaccesible que estoy teniendo. Tal página, incluso, de Vieira13, en su fría perfección de ingeniería sintáctica, me hace temblar como una rama al viento, en un delirio pasivo de cosa movida. Como todos los grandes enamorados, me gusta la delicia de la pérdida de mí mismo, en la que el gozo de la entrega se sufre completamente. Y, así, muchas veces, escribo sin querer pensar, en un devaneo exterior, dejando que las palabras me hagan fiestas, niño pequeño en su regazo. Son frases sin sentido, que corren mórbidas, con una fluidez de agua sentida, un olvidarse de riachuelo en el que las olas se mezclan e indefinen, volviéndose siempre otras, sucediéndose a sí mismas. Así las ideas, las imágenes, trémulas de expresión, pasan por mí en cortejos sonoros de sedas esfumadas, donde una claridad lunar de idea oscila, batida y confusa.
12 José Valentim Fialho de Almeida (1857-1911) fue un célebre cronista y cuentista portugués muy influido por el naturalismo y las ideas progresistas de su tiempo.
13 El P. António Vieira (1608) murió en el Brasil a finales del siglo XVII. Además de un gran orador, fue autor del libro Clavis Prophetarum, del que Pessoa se valió para sus escritos sebastianistas.
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