Autor de la novela que da origen a la celebrada película “No country for old men” (“Sin lugar para los débiles”, en su versión en español), Cormac McCarthy encarna un arquetipo ya clásico dentro de la tradición literaria estadounidense, el del outsider, el autodidacta, el vagabundo, el que no ejerce la docencia, ni dicta talleres (“enseñar a escribir es una estafa”, ha dicho), ni da conferencias ni entrevistas. El elusivo, el que procura mantenerse alejado tanto del elitesco ámbito académico e intelectual como de los asfixiantes tentáculos de la poderosa industria cultural de su país. Es aquel escritor que en la mayoría de los casos ha tenido que ejercer innumerables empleos, a cual más disímil y excéntrico, y que ha cambiado de residencia con demasiada frecuencia, siempre con el espectro de la miseria pisándole los talones. Añadamos a esto los excesos en la bebida y los matrimonios fracasados, y ya tenemos al personaje claramente definido, sin tener que citar un solo ejemplo. Pero ocurre que, luego de años de labrar pacientemente una obra en tales condiciones, con todo el desgaste físico e intelectual que ello supone, dicho escritor es reconocido, premiado y alabado, y comienza entonces a vivir sus quince minutos de fama, que pueden ser años, largos o cortos, hasta que un día se vea desbancado en el favor de la crítica por otro creador… y así sucesivamente.
El escritor es ajeno a todo esto. Al menos el tipo de escritor del que hablamos aquí. El hombre que trata de crear una obra, y de paso, a vivir honestamente de eso, no puede ponerse a pensar en esa triste realidad. Si lo hiciera, no escribiría. Sólo le queda escribir y esperar, aunque quizá sea más apropiado decir escribir y no desesperar. McCarthy publicó su primera novela en 1965. Se dice que comenzó a leer “en serio” durante su paso por la Fuerza Aérea, a los 23 años. Nació en 1933 en Rhode Island, pero se crió en el estado de Tennesse. En una de las pocas entrevistas concedidas (de hecho una de las dos que ha dado hasta el momento) declara: “Decepcioné a mis padres. Supe desde joven que no iba a ser un ciudadano respetable. Odié la escuela desde que la pisé”. Desheredado por su padre al fracasar en sus estudios de Leyes, sufrió privaciones de todo tipo mientras intentaba escribir. Sobrevivió ganando concursos literarios menores. Se fue a Europa con su segunda esposa gracias a una beca que consiguió. Regresó, se divorció, se mudó a El Paso, Texas, y siguió publicando con regularidad, con la ayuda de su único editor. Poco a poco la crítica le fue dirigiendo miradas cada vez más atentas, pero sus libros no se vendían. Definitivamente no era el tipo de literatura que prefería el “gran” público. Demasiado oscuro, dijeron, y McCarthy quedó así etiquetado como escritor de minorías.
El tema de McCarthy ciertamente no goza de gran popularidad, ya que el tema de este escritor es nada menos que el Mal, así en mayúscula. Su obra es una reflexión ética profunda y detenida sobre el mal; qué lo causa, de dónde viene, y si podrá ser vencido alguna vez. Él ha reconocido que una de sus novelas favoritas es “Moby Dick”, de Melville, y afirma que todo escritor serio que se precie de serlo tiene que abordar alguna vez este tema en su obra. No le interesan Proust ni Henry James. Reconoce su deuda con Faulkner, algo que la crítica ya se había apresurado a señalar. Ciertamente en la prosa de McCarthy resuenan ecos del autor de As I lay down; las largas y poéticas frases, construidas con la precisión de un orfebre, el vocabulario preciosista, la puntuación arbitraria. Pero McCarthy va más allá en su experimentación estilística y utiliza las conjunciones y los signos de puntuación a su antojo, prescinde de guiones o comillas, intercala diálogos dentro de descripciones, y edifica su propio estilo, caótico, balbuceante a veces, otras discursivo, delirante y barroco, seco y lacónico, pero profundamente poético, todo a la vez.
En 1992 le fue concedido el National Book Award por su sexta novela All the pretty horses, que posteriormente conocería una muy floja versión cinematográfica. De este modo, el primer encuentro de McCarthy con el séptimo arte fue desafortunado, por lo que nadie podría imaginarse que pocos años después regresaría triunfante a las marquesinas hollywoodenses de la mano de los hermanos Joel y Ethan Coen. Sin embargo la cúspide de su producción literaria, el libro que deslumbró incluso al recalcitrante crítico Harold Bloom, es “Meridiano de sangre” (“Blood meridian or the evening redness in the west”), de 1983. La novela cuenta las andanzas de un grupo de mercenarios contratados para eliminar a los indios apache en la frontera entre Estados Unidos y México, a mediados del siglo XIX. Estamos en la época de la conquista del salvaje oeste. Comienzan matando indígenas, arrancándoles las cabelleras y elaborando collares con sus orejas, para terminar masacrando a quienes los han contratado, luego a mexicanos, blancos sureños y por último a todo lo que se les cruce en el camino, en una arrasadora espiral de violencia. No hay moral, no hay nobleza, no hay valores; sólo indios y armas y sangre y el desierto infinito. Esta fue la consagración de McCarthy, cuando el polémico Bloom lo ungió como el digno heredero de Melville y Faulkner y no dudó en calificar “Meridiano de sangre” como una obra maestra, a pesar de confesar que a la primera lectura huyó despavorido ante la brutal carnicería que describe el narrador. Sólo en una segunda y tercera lectura, vencidas las náuseas, pudo penetrar en el apocalíptico mundo de McCarthy.
No es una obra para estómagos sensibles, como acabamos de ver, ni mucho menos optimista o esperanzadora. En el mundo de McCarthy no hay espacio para las ilusiones, el bien nunca triunfa, mejor dicho, nunca aparece, no hay moralejas ni metáforas de redención. Es una de las más fieles radiografías del mal que hayan sido escritas. Un pequeño ejemplo:
El escritor es ajeno a todo esto. Al menos el tipo de escritor del que hablamos aquí. El hombre que trata de crear una obra, y de paso, a vivir honestamente de eso, no puede ponerse a pensar en esa triste realidad. Si lo hiciera, no escribiría. Sólo le queda escribir y esperar, aunque quizá sea más apropiado decir escribir y no desesperar. McCarthy publicó su primera novela en 1965. Se dice que comenzó a leer “en serio” durante su paso por la Fuerza Aérea, a los 23 años. Nació en 1933 en Rhode Island, pero se crió en el estado de Tennesse. En una de las pocas entrevistas concedidas (de hecho una de las dos que ha dado hasta el momento) declara: “Decepcioné a mis padres. Supe desde joven que no iba a ser un ciudadano respetable. Odié la escuela desde que la pisé”. Desheredado por su padre al fracasar en sus estudios de Leyes, sufrió privaciones de todo tipo mientras intentaba escribir. Sobrevivió ganando concursos literarios menores. Se fue a Europa con su segunda esposa gracias a una beca que consiguió. Regresó, se divorció, se mudó a El Paso, Texas, y siguió publicando con regularidad, con la ayuda de su único editor. Poco a poco la crítica le fue dirigiendo miradas cada vez más atentas, pero sus libros no se vendían. Definitivamente no era el tipo de literatura que prefería el “gran” público. Demasiado oscuro, dijeron, y McCarthy quedó así etiquetado como escritor de minorías.
El tema de McCarthy ciertamente no goza de gran popularidad, ya que el tema de este escritor es nada menos que el Mal, así en mayúscula. Su obra es una reflexión ética profunda y detenida sobre el mal; qué lo causa, de dónde viene, y si podrá ser vencido alguna vez. Él ha reconocido que una de sus novelas favoritas es “Moby Dick”, de Melville, y afirma que todo escritor serio que se precie de serlo tiene que abordar alguna vez este tema en su obra. No le interesan Proust ni Henry James. Reconoce su deuda con Faulkner, algo que la crítica ya se había apresurado a señalar. Ciertamente en la prosa de McCarthy resuenan ecos del autor de As I lay down; las largas y poéticas frases, construidas con la precisión de un orfebre, el vocabulario preciosista, la puntuación arbitraria. Pero McCarthy va más allá en su experimentación estilística y utiliza las conjunciones y los signos de puntuación a su antojo, prescinde de guiones o comillas, intercala diálogos dentro de descripciones, y edifica su propio estilo, caótico, balbuceante a veces, otras discursivo, delirante y barroco, seco y lacónico, pero profundamente poético, todo a la vez.
En 1992 le fue concedido el National Book Award por su sexta novela All the pretty horses, que posteriormente conocería una muy floja versión cinematográfica. De este modo, el primer encuentro de McCarthy con el séptimo arte fue desafortunado, por lo que nadie podría imaginarse que pocos años después regresaría triunfante a las marquesinas hollywoodenses de la mano de los hermanos Joel y Ethan Coen. Sin embargo la cúspide de su producción literaria, el libro que deslumbró incluso al recalcitrante crítico Harold Bloom, es “Meridiano de sangre” (“Blood meridian or the evening redness in the west”), de 1983. La novela cuenta las andanzas de un grupo de mercenarios contratados para eliminar a los indios apache en la frontera entre Estados Unidos y México, a mediados del siglo XIX. Estamos en la época de la conquista del salvaje oeste. Comienzan matando indígenas, arrancándoles las cabelleras y elaborando collares con sus orejas, para terminar masacrando a quienes los han contratado, luego a mexicanos, blancos sureños y por último a todo lo que se les cruce en el camino, en una arrasadora espiral de violencia. No hay moral, no hay nobleza, no hay valores; sólo indios y armas y sangre y el desierto infinito. Esta fue la consagración de McCarthy, cuando el polémico Bloom lo ungió como el digno heredero de Melville y Faulkner y no dudó en calificar “Meridiano de sangre” como una obra maestra, a pesar de confesar que a la primera lectura huyó despavorido ante la brutal carnicería que describe el narrador. Sólo en una segunda y tercera lectura, vencidas las náuseas, pudo penetrar en el apocalíptico mundo de McCarthy.
No es una obra para estómagos sensibles, como acabamos de ver, ni mucho menos optimista o esperanzadora. En el mundo de McCarthy no hay espacio para las ilusiones, el bien nunca triunfa, mejor dicho, nunca aparece, no hay moralejas ni metáforas de redención. Es una de las más fieles radiografías del mal que hayan sido escritas. Un pequeño ejemplo:
“El juez partió con el mango de un hacha la tibia de un antílope y el tuétano caliente goteó humeante sobre las piedras. Le observaron. El tema era la guerra.
El buen libro dice que quien a espada vive a espada morirá, dijo el negro.
Sí, el buen libro dice que la guerra es mala, dijo Irving. Pero no será porque en él no se hable de guerras y de sangre.
Da igual lo que los hombres opinen de la guerra, dijo el juez. La guerra sigue. Es como preguntarles qué opinan de las piedras. La guerra siempre ha estado ahí. Antes de que el hombre existiera, la guerra ya le esperaba. El oficio supremo a la espera del supremo artífice. Así era entonces y así será siempre. Así y de ninguna otra manera.”
El juez Holden es el personaje principal en este infierno de sol y arena. Es un hombre inmenso, albino, sin cabello, ni cejas, ni pestañas. Es el líder del grupo y de alguna manera su guía espiritual. En sus largos monólogos expone su particular filosofía, amoral, desesperanzadora y glorificadora de la violencia. Viola y asesina a niños de ambos sexos, baila y toca el violín, gusta pasearse desnudo por las extensas planicies y afirma que nunca morirá. La analogía con la ballena blanca de “Moby Dick” no es casual. Ambos son personificaciones del mal en estado puro. Recordemos que en la novela de Melville hay un capítulo entero dedicado a exponer la simbología del color blanco como imagen del mal.
¿Hay alguna intención moral en Cormac McCarthy? Parece que sólo se empeñara en ser rigurosamente objetivo, limitándose a describir con frialdad el catálogo de horrores de las acciones humanas, a diseccionar la parte oscura del alma. Nunca toma partido, ni moraliza o reflexiona sobre lo que cuenta. Se limita a mostrarle al lector una realidad, tan terrible como verídica. Ni siquiera podría acusársele de pesimista. Con todo, podemos decir que es el escritor que más necesita ser escuchado por la sociedad de su país en estos momentos. Atrapados entre el fantasma de Vietnam y la dura realidad actual de Irak, quizás libros como este sean los que los ayuden a recuperar el sentido ético que se les ha extraviado. Quizás, pero no podemos asegurarlo.
Luis Lacave
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